Corría el año de 1709, bañaban los rayos del sol de noviembre en torrentes de luz los montes de Pipe, al norte del villorio, y al soplo continuo y
halagüeño de una brisa refrigerante y embalsamada, ondulaban los ricos cañaverales del ubérrimo Valle del Aragua, donde las plantaciones
de caña dulce, de añil y cerrados maizales habían sustituidos a lo tupidos bosques del siglo anterior.
El pueblo contaba entonces con solo humildes y pajizas chozas, regadas sin orden ni armonía en torno de la iglesia parroquial, cónsona esta,
por la humildad de su aspecto interior, con la pobreza e indigencia de los vecinos. Su chata torre, cual dedo extendido, señalaba el cielo,
recordando a todos su eterno destino; y el agudo tañer de su campana llamaba a los niños de ambos sexos a la doctrina que con celo y amor,
les explicaba el Rvdo. Padre Fray Nicolás de la Torre. Era, en este venturoso año cacique de la comunidad indígena de San Mateo, Don
Mateo de Oroguaypuro, u Oroguaypur, quien gozaba de gran prestigio entre sus coterráneos.
Distante una cuadra de la iglesia estaba situada la choza del indio Tomás José Purino, hombre sencillo y temeroso de Dios, de conducta recta
y fama intachable, siendo notoria su pureza de costumbres y verdadera religiosidad; gozaba entre los suyos del aprecio a que siempre se
hace acreedora la virtud con tal razón veíase investido con el cargo de fiscal de la Doctrina. Estaba unido en legítimo matrimonio con Inés
Heredia, también india de vida arreglada, que compartía con él los mismos sentimientos y deseos.
En la mañana del 26 de Noviembre del ya citado año, salió Tomás José Purino al patio interior de su casa y dióse a la faena de ajar un tronco
de un árbol para el uso particular de su hogar. Apenas había iniciado su trabajo, cuando dirigiendo la vista a un punto del suelo, inmediato a él,
observó con rara extrañeza una curiosa novedad: a medida que golpeaba el palo con el hacha, el suelo se movía, y se levantaba ligeramente
la tierra. Con viva curiosidad observaba Purino este inesperado fenómeno, que su mujer atribuyó en un principio al vigor y fuerza con que
golpeaba el madero, pero, prosiguiendo el indio su ruda faena, creció de pronto su extrañeza al observar que la tierra, levantándose hasta
formar una pequeña prominencia, se iba abriendo dejando en su centro una como raja u hoyo. No conteniendo su emoción exclamó a grandes
voces: "¡Inés, Inés, ven, corre!".
No sabiendo el motivo de esta alarmante llamada, acude presurosa la india y ambos esposos vieron como por la raja del centro de la
prominencia de la tierra, que lentamente se había formado, salía, hasta quedarse parada encima, una diminuta imagen del tamaño de una
moneda de un vellón (aproximadamente el tamaño de una moneda actual de 500,00 Bs.).
Indescriptible fue la emoción de Purino y de su mujer cuando, acercándose más, advirtieron que la imagen aparecida representaba a la Virgen
sentada sobre una media luna y sosteniendo con la mano derecha al Niño, posado sobre sus rodillas. A una orden de su marido, trae Inés un
pañito con el cual el indio, doblada la rodilla, coge la sagrada imagen y la coloca en un altar de su casa, en medio de luces y flores con que la
adornaron los afortunados moradores de esta bendita mansión.
Divulgóse este prodigio por todo el pueblo, y la choza del indio se llenó de gente que acudía a contemplar a esta imagen y a oír el prodigioso
relato de su providencial hallazgo. Quiso entonces el fervoroso Purino ofrecer a la Madre de Dios el espiritual obsequio del Smo. Rosario, que
rezó en compañía de su madre María Micaela, de su mujer y de los muchos indios y demás gentes del pueblo que entonces llenaban su casa.
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