En 1610, a causa del terremoto que destruyó la ciudad de La Grita, los frailes farnciscanos hubieron de trasladarse a un campo llamado Tadea. Iba entre ellos, un escultor que se distinguía más por su piedad que por sus vuelos artísticos. Se llamaba Fray Francisco. Aterrorizado con el terremoto que en pocos instantes redujo a polvo la población naciente, ofreció al cielo, dice la tradición, hacer una imagen del crucificado, para rendirle culto especial y consagrarle la nueva ciudad.
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Desde luego puso manos a la obra, trazó en un gran tronco de cedro la divina imagen, tomó el hacha y la azuela y empezó a trabajar. Pronto se exhibió una figura humana, pero que no tenía los lineamientos característicos del Cristo moribundo. Pasaban días y días y Fray Francisco no podía interpretar aquella expresión sublime. Una tarde después de suspender los trabajos se puso en oración: un éxtasis profundo lo embargó y cuando volvió en si, ya a altas horas de la noche, oyó que en la pieza de su trabajo golpeaban los formones y el raedor pasaba por las fibras de la madera. Se acercó y algo como una figura humana envuelta en una ráfaga de luz, salió a través de la puerta, encandilándole los ojos. Le contó a sus hermanos y a los primeros albores del día, después de la oración matinal, se dirigieron todos al lugar donde estaba la imagen y la encontraron terminada.
Fray Francisco lloró entonces de placer. En aquella faz divina estaban los rasgos que el había concebido y que le fue posible expresar. Esa imagen es el Santo Cristo de La Grita, cuyos portentosos milagros llenarían volúmenes si se fuesen a narrar y cuya hechura se atribuye en parte a un Angel
Tomado del libro "El Táchira físico, político e Ilustrado del Dr. Emilio Constatino Guerrero"
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